Siempre tuve la intención de salvarme a mí misma a pesar de todo lo que me rodeaba (o esas cosas que invento yo misma a veces). De generar paz. De mantenerme a flote. Intentar seguir. Y lo hice a través del agua, no hubiese permitido ahogarme. No podía.
Al comienzo no podía respirar, sólo aguantaba un nado continuo de extremo a extremo. Un total de media hora en -aparente- soledad.
Fui identificando los horarios en que podía hacerlo sola, algo más tranquila.
Fui alargando mis posibilidades, algo me decía que yo podía. Mi orden nunca ha sido lo convencional pero los números me divierten en ocasiones, así que comencé a contar, por ejemplo, cuántos braceos daba en total de extremo a extremo, cuantas vueltas podía hacer en tanta cantidad de respiraciones, o un número indeterminado de vueltas en total. Una vez sumé 1 kilómetro y 250 mts.
Los últimos días nadé de espalda estando sola en la piscina mientras llovía afuera. Ni si quiera alguien me cuidaba por si me ahogaba, o eso creía. Suponían que podía lograrlo. Llegué al punto de no pensar que flotaba, casi como si volara.
El agua será siempre un reflejo del cielo, nada tienen en común con la tierra. Cualquier encuentro con la tierra ha de ser algo catastrófico, pero la relación entre esas dos masas azules siempre es armoniosa y limpia.
Así me inducí a mi paz mental en los días más crudos de este invierno. Y así empecé a alcanzar algo de la tan preciada tranquilidad.
Alejándome del mundo,
encontrándome conmigo de una vez por todas.
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